Foto minha: Tarahumara Grego no Metropolitan |
YERBAS
DEL TARAHUMARA
Han bajado los indios tarahumaras,
que
es señal de mal año
y
de cosecha pobre en la montaña.
Desnudos y curtidos,
duros
en la lustrosa piel manchada,
denegridos
de viento y de sol, animan
las
calles de Chihuahua,
lentos
y recelosos,
con
todos los resortes del miedo contraídos,
como
panteras mansas.
Desnudos y curtidos,
bravos
habitadores de la nieve
—como
hablan de tú—,
contestan
siempre así la pregunta obligada:
—"Y
tú ¿no tienes frío en la cara?"
Mal año en la montaña,
cuando
el grave deshielo de las cumbres
escurre
hasta los pueblos la manada
de
animales humanos con el hato a la espalda.
Los
hicieron católicos
los
misioneros de la Nueva España
—esos
corderos de corazón de león.
Y,
sin pan y sin vino,
ellos
celebran la función cristiana
con
su cerveza-chicha y su pinole,
que
es un polvo de todos los sabores.
Beben tesgüiño de maíz y peyote,
yerba
de los portentos,
sinfonía
lograda
que
convierte los ruidos en colores;
y
larga borrachera metafísica
los
compensa de andar sobre la tierra,
que
es, al fin y a la postre,
la
dolencia común de las razas de los hombres.
Campeones
de la Maratón del mundo,
nutridos
en la carne ácida del venado,
llegarán
los primeros con el triunfo
el
día que saltemos la muralla
de
los cinco sentidos.
A veces, traen oro de sus ocultas minas,
y
todo el día rompen los terrones,
sentados
en la calle,
entre
la envidia culta de los blancos.
Hoy
solo traen yerbas en el hato,
las
yerbas de salud que cambian por centavos:
yerbaniz,
limoncillo, simonillo,
que
alivian las difíciles entrañas,
junto
con la orejela de ratón
para
el mal que la gente llama "bilis";
y
la yerba del venado, del chuchupaste
y
la yerba del indio, que restauran la sangre;
el
pasto de ocotillo de los golpes contusos,
contrayerba
para las fiebres pantanosas,
la
yerba de la víbora que cura los resfríos;
collares
de semillas de ojos de venado,
tan
eficaces para el sortilegio;
y
la sangre de grado, que aprieta las encías
y
agarra en la nariz los dientes flojos.
(Nuestro Francisco Hernández
—El
Plinio Mexicano de los Mil y Quinientos—
logró
hasta mil doscientas plantas mágicas
de
la farmacopea de los indios.
Sin
ser un gran botánico,
don
Felipe Segundo
supo
gastar setenta mil ducados,
¡para
que luego aquel herbario único
se
perdiera en la incuria y el polvo!
Porque
el padre Moxó nos asegura
que
no fue culpa del incendio
que
en el siglo décimo séptimo
aconteció
en El Escorial.)
Con la paciencia muda de la hormiga,
los
indios van juntando sobre el suelo
la
yerbecita en haces
—perfectos
en su ciencia natural.
Pliego suelto, Buenos
Aires, Colombo, 1934. – VS (La vega y el soto. México: Fábula, 1941.)
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