Rosario Castellanos era de uma familia rica do sul do México. Nasceu em 1925 e vivia à sombra do irmão herdeiro do nome e das terras, até mesmo depois que ele morreu ainda jovem – a família ia visitá-lo no cemitério uma vez por semana. Já aos 15 anos deu mostras de que, apesar de tímida e retraída, não iria aceitar passivamente as regras do jogo – recusou-se ir à festa de debutantes do clube chique de Comitlán. Seus pais e professores desprezavam a literatura, mas ela foi para a o DF, formou-se em filosofia, dedicou-se de corpo e alma aos indígenas de Chiapas e doou todas as terras da família quando os pais morreram em 1948. Foi poeta, ensaísta, romancista, dramaturga. Casou-se tarde para a época, teve três filhos, perdeu dois, separou-se. Traduziu Emily Dickinson. Morreu cedo demais, no auge de sua carreira, em um acidente doméstico trágico, enquanto servia como embaixadora do México em 1974.
Destino
Matamos lo que amamos. Lo demás
no ha estado vivo nunca.
Ninguno está tan cerca. A ningún otro hiere
un olvido, una ausencia, a veces menos.
Matamos lo que amamos. ¡Que cese ya esta asfixia
de respirar con un pulmón ajeno!
El aire no es bastante
para los dos. Y no basta la tierra
para los cuerpos juntos
y la ración de la esperanza es poca
y el dolor no se puede compartir.
El hombre es animal de soledades,
ciervo con una flecha en el ijar
que huye y se desangra.
Ah, pero el odio, su fijeza insomne
de pupilas de vidrio; su actitud
que es a la vez reposo y amenaza.
El ciervo va a beber y en el agua aparece
el reflejo de un tigre.
El ciervo bebe el agua y la imagen. Se vuelve
-antes que lo devoren- (cómplice, fascinado)
igual a su enemigo.
Damos la vida sólo a lo que odiamos.
De la vigilia estéril, 1950
Nocturno
Amigo, conversemos.
desde hace ¿cuántos años?, desde el día
en que a un tiempo rompimos la tiniebla
y con vagido entramos en el reino del aire;
desde que los mayores nos pusieron
la sal sobre la lengua
y nos soplaron al oído un nombre
(no de amor, de destino),
un nombre que repites todavía
y que repito yo y repetiremos
hasta el fin, hasta el fin, sin entenderlo
hemos estado juntos.
Espalda con espalda. El uno viendo
nacer el sol y el otro
posando su mejilla en el regazo
materno de la noche.
Atados mano contra mano y vueltos
–forcejeando por irnos–
uno hacia el sur, hacia el fragante verde
y el otro a la hosquedad de los desiertos;
desgarrados; sangrando yo con la herida tuya
y tú quizá doliéndote
de no tener ni siquiera una pequeña brizna
e dolor que no sea también mía,
hemos sido gemelos y enemigos.
Nos partimos el mundo. Para ti
ese fragmento oscuro del espejo
en que sólo se ve la cara de la muerte;
los hierros, las espinas del sacrificio, el vaso
ritual y el cascabel violento de la danza.
Y para mí la túnica parda de la labor,
la escudilla de barro torneado con las manos
en que no cabe más que un sorbo de agua
y el sueño sin ensueños de la sierva.
Pero fuimos desleales al pacto. Tú acechabas
–lobo hambriento – el plantel y los rediles
y aullabas profecías intolerables
y hacías resucitar maldiciones y textos
rescatados de no sé qué catástrofe.
O incendiabas, de pronto, mi faena
con un enorme resplandor sagrado.
Y yo la hormiga. Yo
cosquilleando en tu brazo, hasta abatirlo,
cada vez que querías alzarlo hasta los cielos.
Y yo, Marta, pasando la punta de los dedos
sobre el altar, para encontrar la huella
del polvo mal limpiado.
Y yo, la tos que rompe
la redondez entera de la bóveda
en el instante puro de la consagración.
Y yo en la fiesta. Párpados esquivos,
Trenza apretada, labios sin sonrisa.
De espaldas a la música, con esa cicatriz
que el ceño del deber me ha marcado en la frente;
pronta a extinguir las lámparas, ansiosa
de despedir la huésped
porque en la soledad yo te escupía a la cara
el nombre de la culpa.
Ah, que duelos a muerte.
Hasta el amanecer luchábamos y el día
nos encontraba aún confundidos en nudo
ciego de odio y de lágrimas.
Como el convaleciente, tambaleándonos,
Nos poníamos de pie, lívidos y desnudos.
Y ni así, al contemplar nuestras llagas, subió
jamás a nuestra boca
una palabra de piedad, un gesto
en que se nos volviera perdón el sufrimiento.
Pero hoy e tiemblan tus rodillas; late
tu pulso enloquecido entre mis sienes
y siento que el orgullo se nos va deshaciendo
como un sudor que escurre adentro da médula.
Porque la noche es larga. Nada anuncia su término
y acaso
para nosotros dos ya no hay mañana.
Demos la fatiga una tregua y hablemos.
Ayúdame a decir esa sílaba única
–tú, yo – ¡pero no dos, nunca más dos!
cuya mitad posees.
Materia memorable, 1969
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