Arte minha:Calavera |
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Ahora van a ver quién soy yo, se dijo,
con su nuevo vozarrón de hombre, muchos años después de que viera por primera
vez el trasatlántico inmenso, sin luces v sin ruidos, que una noche pasó frente
al pueblo como un gran palacio deshabitado, más largo que todo el pueblo y
mucho más alto que la torre de su iglesia, y siguió navegando en tinieblas
hacia la ciudad colonial fortificada contra los bucaneros al otro lado de la
bahía, con su antiguo puerto negrero y el faro giratorio cuyas lúgubres aspas
de luz, cada quince segundos, transfiguraban el pueblo en un campamento lunar
de casas fosforescentes y calles de desiertos volcánicos, y aunque él era
entonces un niño sin vozarrón de hombre pero con permiso de su madre para
escuchar hasta muy tarde en la playa las arpas nocturnas del viento, aún podía
recordar como si lo estuviera viendo que el transatlántico desaparecía cuando
la luz del faro le daba en el flanco y volvía a aparecer cuando la luz acababa
de pasar, de modo que era un buque intermitente que iba apareciendo y
desapareciendo hacia la entrada de la bahía, buscando con tanteos de sonámbulo
las boyas que señalaban el canal del puerto, hasta que algo debió fallar en sus
agujas de orientación, porque derivó hacia los escollos, tropezó, saltó en
pedazos y se hundió sin un solo ruido, aunque semejante encontronazo con los
arrecifes era para producir un fragor de hierros y una explosión de máquinas
que helaran de pavor a los dragones más dormidos en la selva prehistórica que
empezaba en las últimas calles de la ciudad y terminaba en el otro lado del
mundo, así que él mismo creyó que era un sueño, sobre todo al día siguiente,
cuando vio el acuario radiante de la bahía, el desorden de colores de las barracas
de los negros en las colinas del puerto, las goletas de los contrabandistas de
las Guayanas recibiendo su cargamento de loros inocentes con el buche lleno de
diamantes, pensó, me dormí contando las estrellas y soñé con ese barco enorme,
claro, quedó tan convencido que no se lo contó a nadie ni volvió a acordarse de
la visión hasta la misma noche del marzo siguiente, cuando andaba buscando
celajes de delfines en el mar y lo que encontró fue el trasatlántico ilusorio,
sombrío, intermitente, con el mismo destino equivocado de la primera vez, sólo
que él estaba entonces tan seguro de estar despierto que corrió a contárselo a
su madre, y ella pasó tres semanas gimiendo de desilusión, porque se te está
pudriendo el seso de tanto andar al revés, durmiendo de día y aventurando de
noche como la gente de mala vida, y como tuvo que ir a la ciudad por esos días
en busca de algo cómodo en que sentarse a pensar en el marido muerto, pues a su
mecedor se le habían gastado las balanzas en once años de viudez, aprovechó la
ocasión para pedirle al hombre del bote que se fuera por los arrecifes de modo
que el hijo pudiera ver lo que en efecto vio en la vidriera del mar, los amores
de las mantarayas en primaveras de esponjas, los pargos rosados y las corvinas
azules zambulléndose en los pozos de aguas más tiernas que había dentro de las
aguas, y hasta las cabelleras errantes de los ahogados de algún naufragio
colonial, pero ni rastros de trasatlánticos hundidos ni qué niño muerto, y sin
embargo, él siguió tan emperrado que su madre prometió acompañarlo en la
vigilia del marzo próximo, seguro, sin saber que ya lo único seguro que había
en su porvenir era una poltrona de los tiempos de Francis Drake que compró en
un remate de turcos, en la cual se sentó a descansar aquella misma noche,
suspirando, mi pobre Holofernes, si vieras lo bien que se piensa en ti sobre
estos forros de terciopelo y con estos brocados de catafalco de reina, pero
mientras más evocaba al marido muerto más le borboritaba y se le volvía de
chocolate la sangre en el corazón, como si en vez de estar sentada estuviera
corriendo, empapada de escalofríos y con la respiración llena de tierra, hasta
que él volvió en la madrugada y la encontró muerta en la poltrona, todavía
caliente pero ya medio podrida como los picados de culebra, lo mismo que les
ocurrió después a otras cuatro señoras, antes de que tiraran en el mar la
poltrona asesina, muy lejos, donde no le hicieran mal a nadie, pues la habían
usado tanto a través de los siglos que se le había gastado la facultad de
producir descanso, de modo que él tuvo que acostumbrarse a su miserable rutina
de huérfano, señalado por todos como el hijo de la viuda que llevó al pueblo el
trono de la desgracia, viviendo no tanto de la caridad pública como del pescado
que se robaba en los botes, mientras la voz se le iba volviendo de bramante y
sin acordarse más de sus visiones de antaño hasta otra noche de marzo en que
miró por casualidad hacia el mar, y de pronto, madre mía, ahí está, la
descomunal ballena de amianto, la bestia berraca, vengan a verlo, gritaba
enloquecido, vengan a verlo, promoviendo tal alboroto de ladridos de perros y
pánicos de mujer, que hasta los hombres más viejos se acordaron de los espantos
de sus bisabuelos y se metieron debajo de la cama creyendo que había vuelto
William Dampier, pero los que se echaron a la calle no se tomaron el trabajo de
ver el aparato inverosímil que en aquel instante volvía a perder el oriente y
se desbarataba en el desastre anual, sino que lo contramataron a golpes y lo
dejaron tan mal torcido que entonces fue cuando él se dijo, babeando de rabia,
ahora van a ver quién soy yo, pero se cuidó de no compartir con nadie su
determinación sino que pasó el año entero con la idea fija, ahora van a ver
quién soy yo, esperando que fuera otra vez la víspera de las apariciones para
hacer lo que hizo, ya está, se robó un bote, atravesó la bahía y pasó la tarde
esperando su hora grande en los vericuetos del puerto negrero, entre la
salsamuera humana del Caribe, pero tan absorto en su aventura que no se detuvo
como siempre frente a las tiendas de los hindúes a ver los mandarines de marfil
tallados en el colmillo entero del elefante, ni se burló de los negros
holandeses en sus velocípedos ortopédicos, ni se asustó como otras veces con
los malayos de piel de cobra que le habían dado la vuelta al mundo cautivados
por la quimera de una fonda secreta donde vendían filetes de brasileras al
carbón, porque no se dio cuenta de nada mientras la noche no se le vino encima
con todo el peso de las estrellas y la selva exhaló una fragancia dulce de
gardenias y salamandras podridas, y ya estaba él remando en el bote robado
hacia la entrada de la bahía, con la lámpara apagada para no alborotar a los
policías del resguardo, idealizado cada quince segundos por el aletazo verde
del faro y otra vez vuelto humano por la oscuridad, sabiendo que andaba cerca
de las boyas que señalaban el canal del puerto no sólo porque viera cada vez
más intenso su fulgor opresivo sino porque la respiración del agua se iba
volviendo triste, y así remaba tan ensimismado que no supo de dónde le llegó de
pronto un pavoroso aliento de tiburón ni por qué la noche se hizo densa como si
las estrellas se hubieran muerto de repente, y era que el trasatlántico estaba
allí con todo su tamaño inconcebible, madre, más grande que cualquier otra cosa
grande en el mundo y más oscuro que cualquier otra cosa oscura de la tierra o
del agua, trescientas mil toneladas de olor de tiburón pasando tan cerca del
bote que él podía ver las costuras del precipicio de acero, sin una sola luz en
los infinitos Ojos de buey, sin un suspiro en las máquinas, sin un alma, y
llevando consigo su propio ámbito de silencio, su propio cielo vacío, su propio
aire muerto, su tiempo parado, su mar errante en el que flotaba un mundo entero
de animales ahogados, y de pronto todo aquello desapareció con el lamparazo del
faro y por un instante volvió a ser el Caribe diáfano, la noche de marzo, el
aire cotidiano de los pelícanos, de modo que él se quedó solo entre las boyas,
sin saber qué hacer, preguntándose asombrado si de veras no estaría soñando
despierto, no sólo ahora sino también las otras veces, pero apenas acababa de
preguntárselo cuando un soplo de misterio fue apagando las boyas desde la
primera hasta la última, así que cuando pasó la claridad del faro el
trasatlántico volvió a aparecer v ya tenía las brújulas extraviadas, acaso sin
saber siquiera en qué lugar de la mar océana se encontraba, buscando a tientas
el canal invisible pero en realidad derivando hacia los escollos, hasta que él
tuvo la revelación abrumadora de que aquel percance de las boyas era la última
clave del encantamiento, v encendió la lámpara del bote, una mínima lucecita
roja que no tenía por qué alarmar a nadie en los minaretes del resguardo, pero
que debió ser para el piloto como un sol oriental, porque gracias a ella el
trasatlántico corrigió su horizonte y entró por la puerta grande del canal en
una maniobra de resurrección feliz, y entonces todas sus luces se encendieron
al mismo tiempo, las calderas volvieron a resollar, se prendieron las estrellas
en su cielo y los cadáveres de los animales se fueron al fondo, y había un
estrépito de platos y una fragancia de salsa de laurel en las cocinas, y se oía
el bombardino de la orquesta en las cubiertas de luna y el tumtum de las
arterias de los enamorados de altamar en la penumbra de los camarotes, pero él
llevaba todavía tanta rabia atrasada que no se dejó aturdir por la emoción ni
amedrentar por el prodigio, sino que se dijo con más decisión que nunca que
ahora van a ver quién soy yo, carajo, ahora lo van a ver, y en vez de hacerse a
un lado para que no lo embistiera aquella máquina colosal empezó a remar
delante de ella, porque ahora sí van a saber quién soy yo, v siguió orientando
el buque con la lámpara hasta que estuvo tan seguro de su obediencia que lo
obligó a descorregir de nuevo el rumbo de los muelles, lo sacó del canal
invisible y se lo llevó de cabestro como si fuera un cordero de mar hacia las
luces del pueblo dormido, un barco vivo e invulnerable a los haces del faro que
ahora no lo invisibilizaban sino que lo volvían de aluminio cada quince
segundos, y allá empezaban a definirse las cruces de la iglesia, la miseria de
las casas, la Ilusión, y todavía el trasatlántico iba detrás de él, siguiéndolo
con todo lo que llevaba dentro su capitán dormido del lado del corazón, los
toros de lidia en la nieve de sus despensas, el enfermo solitario en su
hospital, el agua huérfana de sus cisternas, el piloto irredento que debió
confundir los farallones con los muelles porque en aquel instante reventó el
bramido descomunal de la sirena, una vez, y él quedó ensopado por el aguacero
de vapor que le cayó encima, otra vez, y el bote ajeno estuvo a punto de
zozobrar, y otra vez, pero ya era demasiado tarde, porque ahí estaban los
caracoles de la orilla, las piedras de la calle, las puertas de los incrédulos,
el pueblo entero iluminado por las mismas luces del trasatlántico despavorido,
v él apenas tuvo tiempo de apartarse para darle paso al cataclismo, gritando en
medio de la conmoción, ahí lo tienen, cabrones, un segundo antes de que el
tremendo casco de acero descuartizara la tierra y se oyera el estropicio nítido
de las noventa mil quinientas copas de champaña que se rompieron una tras otra
desde la proa hasta la popa, v entonces se hizo la luz, y ya no fue más la
madrugada d e marzo sino el medio día de un miércoles radiante, y él pudo darse
el gusto de ver a los incrédulos contemplando con la boca abierta el
trasatlántico más grande de este mundo y del otro encallado frente a la
iglesia, más blanco que todo, veinte veces más alto que la torre y como noventa
y siete veces más largo que el pueblo, con el nombre grabado en letras de
hierro, balalcsillag, y todavía chorreando por sus flancos las aguas antiguas y
lánguidas de los mares de la muerte.
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