Dürer |
"Continúo con el tema del espejo. Si bien no se trata de
explicar a esta siniestra figura, es preciso detenerse en el hecho de que
padecía el mal del siglo XVI: la melancolía.
Un color invariable rige al melancólico: su interior es un
espacio de color de luto; nada pasa allí, nadie pasa. Es una escena sin
decorados donde el yo inerte es asistido por el yo que sufre por esa inercia.
Este quisiera liberar al prisionero, pero cualquier tentativa fracasa como
hubiera fracasado Teseo si, además de ser él mismo, hubiese sido, también, el
Minotauro; matarlo, entonces, habría exigido matarse. Pero hay remedios
fugitivos: los placeres sexuales, por ejemplo, por un breve tiempo pueden
borrar la silenciosa galería de ecos y de espejos que es el alma melancólica. Y
más aún: hasta pueden iluminar ese recinto enlutado y transformarlo en una
suerte de cajita de música con figuras de vivos y alegres colores que danzan y
cantan deliciosamente. Luego, cuando se acabe la cuerda, habrá que retornar a
la inmovilidad y al silencio. La cajita de música no es un medio de comparación
gratuito. Creo que la melancolía es, en suma, un problema musical: una
disonancia, un ritmo trastornado. Mientras afuera todo sucede con un ritmo
vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta de gota de agua
cayendo de tanto en tanto. De allí que ese afuera contemplado desde el adentro
melancólico resulte absurdo e irreal y constituya "la farsa que todos
tenemos que representar". Pero por un instante – sea por una música
salvaje, o alguna droga, o el acto sexual en su máxima violencia –, el ritmo
lentísimo del melancólico no sólo llega a acordarse con el del mundo externo,
sino que lo sobrepasa con una desmesura indeciblemente dichosa; y el yo vibra
animado por energías delirantes.
Al melancólico el tiempo se le manifiesta como suspensión
del transcurrir – en verdad, hay un transcurrir, pero su lentitud evoca el
crecimiento de las uñas de los muertos – que precede y continúa a la violencia
fatalmente efímera. Entre dos silencios o dos muertes, la prodigiosa y fugaz
velocidad, revestida de variadas formas que van de la inocente ebriedad a las
perversiones sexuales y aun al crimen. Y pienso en Erzébet Báthory y en sus
noches cuyo ritmo medían los gritos de las adolescentes. El libro que comento
en estas notas lleva un retrato de la condesa: la sombría y hermosa dama se
parece a la alegoría de la melancolía que muestran los viejos grabados. Quiero
recordar, además, que en su época una melancólica significaba una poseída por
el demonio."
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